Aplicaciones maternales
Hay una frase que identifica a nuestras madres y abuelas cuando se enfrentan a un smartphone, una cámara digital, una tablet o un control remoto con doscientos mil botones: “¡Ven, enciéndeme esta cosa que no entiendo!”. Dependiendo del grado de familiaridad con el dispositivo, las madres podrían utilizar sinónimos como: aparato, armatoste, zoquetada o alguna palabrota de calibre maternal.
Sin embargo, no debemos confundirnos, aunque a simple vista parezca que nuestras madres se intimidan ante la tecnología, ellas son, en sí mismas, las creadoras de una aplicación sofisticada y exclusiva, que ningún científico ha logrado imitar. Se trata de una aplicación maternal a la que yo llamo “Escáner veloz de reconocimiento facial infalible”.
Yo descubrí que mi mamá tenía uno de esos, cuando yo era apenas una adolescente. En aquellos años en que los permisos para salir dependían del clima de confianza de mi mamá, yo medía mis palabras hasta el mínimo detalle cada vez que llevaba a mi casa a algún amigo, amiga o potencial pretendiente. Pronto me di cuenta de que ninguna de mis palabras podía hacer la diferencia. Una vez que el escáner comenzaba a hacer su trabajo daba lo mismo que yo hubiera dicho: “Hola mamá, te presento a mi amiga Rita, fuma, bebe y roba radios y autopartes”; o que yo dijera: “Hola mamá, te presento a mi amigo Dany, canta en el coro del colegio, es ecologista, vegetariano, practica yoga, no dice palabrotas, no piensa en el sexo como actividad de diversión adolescente, y en su tiempo libre compone canciones sobre la paz mundial”.
¡Nada de eso importaba! Cuando mi mamá hacía contacto visual con mis amigos o potenciales novios, bastaba un minuto para que el informe preciso e infalible estuviera listo. Horas más tarde, mi mamá entraba a mi cuarto y en medio de una conversación trivial, dejaba caer su veredicto: “¿Hiciste los deberes? Arregla tu cuarto, ah... y tu amigo, el tal Dany, no me gusta”.
Entonces yo explotaba de furia porque Dany, el dios de cuerpo de acero, de dientes perfectamente alineados tras dos años de ortodoncia, el rey de las pistas de baile, el galán con un millón de pestañas en cada ojo, que no cantaba en el coro ni era vegetariano. Ese Dany de mis sueños adolescentes, tras la acción del escáner de mi mamá, pasaba a convertirse en “El tal Dany”, que al llamarlo de esa manera quedaba condenado a la desconfianza eterna, en la misma categoría que Chucky o que el Rascabuches.
Maldito escáner, pensaba yo, cómo me habría gustado que hiciera un cortocircuito y fallara. Y es que siempre (¡siempre!) tarde o temprano, llegaba el momento en que tenía que acercarme a mi mamá y en medio de una conversación trivial decirle: “Te quedó buenísimo el locro, ¿me ayudas a pintarme las uñas?... Ah... y tenías razón, Dany es un desgraciado”.
Yo no tengo en mi interior tanta tecnología ni sensibilidad. A veces he llegado a dudar incluso de mi capacidad para saber dónde estoy y quién soy. Ningún escáner personal me ha evitado lágrimas, decepción o desencanto. Por suerte hay otra aplicación discreta y poderosa, que mi mamá usa muchas veces en el día: es “la bendición” y ella me la da cuando salgo a trabajar, cuando me ve feliz y también cuando me ve con cara de Rascabuches.
Pero a diferencia del escáner de reconocimiento facial, la bendición no es de uso exclusivo de las madres. También los hijos podemos despertar un día como hoy, agarrar el smartphone hacer una llamada y decir: “Dios te bendiga, má. ¡Feliz día!”.
Por María Fernanda Heredia
Escritora ecuatoriana
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