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PORTADA Japón: La dignidad del dolor El mundo está siendo testigo del estoicismo japonés, esa parte de su idiosincrasia forjada a lo largo de generaciones sometidas a la devastación, la guerra, el sacrificio y la reconstrucción.


Japón: La dignidad del dolor

Por Tania Tinoco. Exclusiva para Hogar. Fotos: Reuters

Cuando el reloj marca las 14 horas y 46 minutos miles de japoneses juntan sus manos para orar. Rezan en silencio por aquellos que se fueron, rezan sobre todo por aquellos cuyos cuerpos no han hallado, y todavía más, por quienes no han podido sepultar. No se sabe cuántos, porque acaso no hay tiempo de pensar en la muerte, sino en la vida. Las imágenes que llegan desde la central nuclear de Fukushima, donde se produjo la tercera tragedia, apenas muestran los alrededores, donde hay despojos humanos imposibles de recoger por el peligro radiactivo. Hoy se sabe que la amenaza no terminó en los mares que circundan las islas japonesas; las nubes radiactivas han llegado hasta Londres, Los Angeles, Washington, y más. Un científico estadounidense calificó esta tragedia nuclear como un “Chernobyl en cámara lenta”. Por eso se entienden las oraciones. Lo que es difícil de comprender es el silencio.





La primera tragedia, la segunda
Parecía un viernes normal y como ocurre tantas veces en Japón, el sistema de alarmas de terremotos se activó con mensajes que llegaron a todos los televisores prendidos, a los celulares, a las computadoras conectadas en línea. La alerta seguramente puso en las pantallas el dibujo de la zona de Honshu, en cuyas costas se localizó el epicentro. Acostumbrados a vivir con temblores de tierra muchos habrán empleado eficazmente los segundos previos al sismo. Apagaron el gas, abrieron las puertas, se colocaron junto a un mueble grande, tal como se enseña a cada japonés aún antes de que sepa leer. Este 11 de marzo no era un temblor sino un terremoto. Y no era un terremoto más, sino el de mayor magnitud registrado en la historia de Japón (9 grados en las escala de Richter), el cuarto más potente en los registros del planeta. En Japón estaban preparados para un terremoto así. Por desgracia no había manera de estar preparados para un Tsunami, la segunda tragedia de ese día en Japón.

Apenas hubo tiempo de evacuar; el mar se había retirado de las costas de Honshu, en la provincia de Miyagi y se levantaba aterradora una ola con picos de hasta 12 metros de altura. Desde el aire, las cámaras de los helicópteros de la televisión pública japonesa, la NHK, lo grababan: una pared de aguas negras ingresando potente y mortal hacia pueblos y ciudades. Era tan grande que se extendía por kilómetros, arrasando todo lo que encontraba en su trayecto. Carros, casas, puentes, barcos. Era descomunal, era una película de horror hecha verdad. En Tokio y en las otras grandes ciudades, pasó lo impensable. El metro se paró. Los aeropuertos más y menos afectados se paralizaron también. Japoneses y demás empezaron a darse cuenta de que estaban pisando una catástrofe. La respuesta fue una vez más, el silencio. Las crónicas de los testigos dicen que no hubo pánico, ni gritos, ni carreras. Que en Tokio empezaron a caminar más rápido de lo habitual mientras intentaban en vano llamar por sus celulares.

Sirenas confirmaban una hecatombe; todos tomaron un camino a casa; caminando de prisa, sin correr, acaso derramando lágrimas sin gritar. Se conoció de inmediato el tsunami y solo las miradas delataban el dolor. Afloraría entonces el estoicismo japonés, esa parte de su idiosincrasia forjada a lo largo de generaciones sometidas a la devastación, a la guerra, al sacrificio y la reconstrucción.





Llorar bajito y trabajar
Las noticias volaron, dentro y fuera de Japón. La televisión japonesa lo había mostrado; el tsunami entró 5 kilómetros en línea recta desde la costa tierra adentro; la velocidad de la ola había alcanzado los 800 kilómetros por hora, la velocidad de un avión. Cuatro millones de hogares habían quedado sin energía eléctrica; las redes telefónicas estaban afectadas y, lo más grave, pueblos enteros habían sido arrasados.

Al llegar la noche las calles de las principales ciudades parecían de fantasmas. Los policías atendían emergencias sin necesidad de cuidar nada ni a nadie, porque el saqueo y el delito resultaban impensables. Con luz del día llegaron más noticias, más malas noticias pero los que podían volver al trabajo lo hacían, mientras en las zonas donde pasó el tsunami se descubría con horror la magnitud de la devastación. Aún allí los sobrevivientes, los que lograron evacuar y ponerse en sitios seguros, parecían resignados a la tragedia. No había gritos, ni alaridos. Sollozaban bajito, consternados, cuidando celosamente su duelo, exhibiendo una increíble dignidad del dolor.





Los salvadores, kamikazes de hoy
No tuvieron tiempo de lamer sus heridas; los japoneses escucharon de voz del Primer Ministro la declaratoria de emergencia nuclear, la tercera tragedia de Japón. Varios reactores de la planta de Fukushima habían colapsado, humo blanco salía de los reactores; era un escape de radioactividad letal. Se ordenó la evacuación de la planta, y de varios kilómetros a la redonda. Cientos de miles de personas salieron apresuradamente de allí mientras en la Central de Fukushima se pidieron voluntarios liquidadores para obrar un milagro. No se sabe si les advirtieron la gravedad. Trascendió que fueron 50 los que decidieron quedarse en la planta, dispuestos a morir. Luego se han unido bomberos, pilotos, policías y otros técnicos que trabajan desde el exterior, unos 400 en total. Se dice que promedian los 50 años y que algunos estaban próximos a jubilarse. En un mundo en que los trabajadores de 50 años son considerados viejos, estos viejos trabajadores están dando una lección colosal. Usan trajes especiales que no llegan a protegerlos del todo; no tienen contacto con sus familias, no hay señal de celulares en la planta, soportan condiciones de trabajo infrahumanas. Sus nombres no se conocen pero en Japón y en el mundo los llaman salvadores. Saben que van a morir en la planta o muy pronto fuera de ella, aquejados por las consecuencias de la radiación que reciben. Un científico americano dijo que si logran sobrevivir muy pronto sufrirán leucemia, cáncer de diversos tipos, linfomas que les quitarán la vida. Los llaman también kamikazes modernos, pero a diferencia de los antiguos, los de hoy están ofrendando su vida sin que haya de por medio otra guerra que no sea contra el tiempo y el peligro de una fusión nuclear.

Nunca seremos los mismos
Solo días después de la tragedia, mi amiga japonesa Nadga me responde en su perfecto español. Está bien, y bien significa estar viva. La pesadilla no termina. Hay problemas de abastecimiento y cree que los muertos y desaparecidos serán más de 30 mil. No tiene palabras de reproche y me cuenta que ha llorado en silencio porque nunca, nunca más serán los mismos. Quiero expresarle mis condolencias y decirle que aquí en estas tierras lejanas hemos sentido hondo su tragedia. No sé si lo hice bien, tal vez con estas líneas, mejor.



Edición # 560 - 14 de abril de 2011

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