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Columnista Las estresadas y los aburridos Extraña convivencia en vacaciones. ¿Qué frase de tu hijo de siete años puede romperte los nervios?. Carmen suspiró y respondió: "Mamá, estoy aburrido".
María Fernanda Heredia


Las estresadas y los aburridos

Carmen llegó a nuestra cita de amigas con gesto de preocupación. Su pronunciada arruga en la frente sólo podía significar dos cosas: o tenía problemas con su marido o tenía problemas con el Servicio de Rentas Internas. Cuando le preguntamos qué le ocurría ella contestó: “Mi hijo... ha pronunciado esa frase que me rompe los nervios”  
Entre todas mis amigas, la única que no tiene hijos soy yo, entonces me puse a especular mentalmente en cuál podría ser esa frase terrible que una madre preferiría no escuchar: “Mamá, vas a ser abuela”, “Mamá, choqué tu auto”, “Mamá ¿alguna vez te emborrachaste y bailaste sobre la mesa?”. 

Seguro hay más opciones pero esas fueron las primeras frases que se me ocurrieron.
 
“¡No puede ser tan grave!”, le dije a Carmen, pensando en que ya nadie se acordaría de nuestra fiesta de grado cuando bebimos como si fuera el fin del mundo y bailamos Sopa de Caracol sobre la mesa de su sala. “¿Qué frase de tu hijo de siete años puede romperte los nervios?”. Carmen suspiró y respondió: “Mamá, estoy aburrido”. 

Al parecer, cuando los hijos salen de vacaciones, si sus padres no han tenido la precaución de planificar y presupuestar el viaje a la playa; el curso vacacional; cinco docenas de videojuegos; curso de fútbol, natación o ballet; fiesta temática; pijamada; camping; zoológico; curso de cupcakes; visita a cada primo del árbol genealógico; si esos padres incautos no han tomado esas medidas preventivas corren el riesgo de que su hijo pronuncie la frase letal: "Estoy aburrido". Ante esta sorprendente revelación recordé mi infancia. A veces me aburría, claro, sobre todo cuando mis papás me llevaban a visitar a alguna pariente antediluviana de esas que tenían un perro pequinés furioso y un nieto con granos que insistía en saludar con beso. Y me aburría en esas fiestas familiares en que los papás bailaban hasta la madrugada, mientras los niños debíamos dormir incómodamente (¡doce primos en un sofá!).  

Pero en mi generación, a nuestros padres no les preocupaba demasiado nuestro aburrimiento infantil.  

Un día, mi hermana y yo medimos fuerzas con mi mamá y pretendimos que se sintiera culpable por nuestro aburrimiento. Nos envalentonamos, entramos a la cocina y le dijimos: “Hace un mes salimos de vacaciones y no hemos hecho nada divertido... ¡estamos aburridas!”. Mi mamá nos miró con gesto sorprendido y ambas pensamos que a continuación nos haría una propuesta divertida (Disney, como mínimo); entonces ella nos preguntó amorosamente qué nos gustaría hacer. “No sé, mamá, algo diferente, algo que no hayamos hecho nunca antes”. Mamá se limpió las manos con un trapo y nos pidió que la esperáramos. Al rato entró de nuevo a la cocina, en una mano traía una cesta llena de calcetines y en la otra mano traía una bolsa llena de zapatos de mi papá. 

A mi hermana le curó el aburrimiento con una lata de betún, una bayeta y un cepillo. A mí me curó para siempre con cincuenta pares de medias, que fueron los que tuve que ordenar. 

Nunca más volvimos a decir que estábamos aburridas.  

Tomé aire y le dije a Carmen: “Te voy a contar de un método psicopedagógico que aplicaba mi mamá”. Pero mi amiga me interrumpió y dijo: “No te preocupes, ya inscribí a mi hijo en un curso de mandarín para niños”. “Caray”,  pensé yo. “Lo del betún y los calcetines me parecía más divertido”. 

Definitivamente son otros tiempos. 

POR MARÍA FERNANDA HEREDIA
Escritora ecuatoriana reconocida internacionalmente

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