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Columnista Una madre normal Ahora sabemos que podemos ser todo: mujeres, madres, profesionales; plenas y con ilusiones, aunque nos falten horas para dormir y nos sobren reclamos en el hogar.


Una madre normal

Ocurrió un domingo, ese día de la semana tan amado y odiado por nosotras las madres. Por un lado, tener a la familia unida compartiendo la mesa y las risas; por el otro, encargarse del almuerzo, lavar los platos, hacer café y cuando todos se han ido, ir por los uniformes, las mochilas y buscar una peinilla de dientes gruesos para desenredar el cabello de ¡la princesa! 

Mi Amelia se había quejado de todo.  Del menú, del desorden en su cuarto causado por los primos, del juego de naipes que nos había congregado a los "grandes" sin dejar participar a la gallada menuda.  Su rosario de quejas dio paso a una frase que me dejó estupefacta: -lo único que yo quiero es una mamá normal-. 

¿Una mamá normal? ¿Y yo qué era?  Silenciada por ese disparo en el alma, fui medio atontada donde mi esposo a preguntarle. –¿Tú crees que yo soy una mala madre? El me respondió con risas, y me animó a dejar pasar el comentario. No pude. 

Al día siguiente, llamé temprano a una amiga que es terapeuta familiar para echarle todo el cuento.  Elena me dio una explicación de cómo en la adolescencia los jóvenes pasan por etapas difíciles que son como una especie de ensayo para  reafirmar su personalidad,  desapegándose de las opiniones de sus mayores.  Me aconsejó  preguntarle, sin ponerle presión, qué significaba para ella, una mamá normal. 

Así fue, y la respuesta me dejó perdida: -¡la que se sienta a hacer los deberes;  no se demora en el supermercado y  va todos los días al gimnasio!- Definitivamente, no alcanzo en esa horma, no soy una mamá normal. 

Tenía dos opciones, sufrir por no ser la madre que mi hija quiere o dejar que el tiempo se encargue de poner las cosas en su lugar.  Decidí lo segundo. Recordé a una maestra diciendo que  llega un momento en la vida en que a los hijos solo podemos bendecirlos y dejarlos ir... En este caso, dejarla ser y solo amarla, intentando demostrarle que siempre voy a estar allí.  Nadie se gradúa de madre, no hay colegio, ni universidad para ello.  Pero el corazón nos va abriendo un camino no siempre desprovisto de lágrimas. 

Cuando me encuentro con la gente en el supermercado, en donde me acusan de perder el tiempo, no dejo de entablar conversaciones que tienen que ver con los hijos, con el marido y las suegras.  Hablamos de las cosas que las mujeres tenemos en común y volvemos una y otra vez a la misma conclusión: ningún título, ninguna profesión, ningún empleo, nos libra de lavar interiores y hacer mercado. Y lo  hacemos todo y bien y hasta dándonos tiempo para la coquetería, porque las madres de hoy,  ya no tenemos como uniforme el delantal, ni como espacio la cocina,  pero tampoco los olvidamos. Ya pasó el tiempo en que era motivo de orgullo no cocinar ni atender a los hijos. Ahora sabemos que podemos ser todo: mujeres, madres, profesionales; plenas y con ilusiones, aunque nos falten horas para dormir y nos sobren reclamos en el hogar. 

Mi Amelia va a querer "matarme" cuando lea estas líneas. Llegará a casa refunfuñando con la Hogar en las manos.  Le diré sonriente que la quiero y que no puede cambiar la mamá que Dios le dio. Admitiré que no es normal, pero sí  suya.


Por Tania Tinoco
Periodista, Directora de Telemundo

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