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Columnista El infierno Si el infierno está aquí mismo, lo hemos conocido en cada depilación con cera, en cada par de medias nylon que nos ha rebanado las ingles o cada vez que el plomero ha pronunciado en nuestra cocina inundada la frase “hay que picar”


El infierno

Tengo una amiga que se divorció hace años con la espectacularidad propia de un talk show (platos rotos y camisas tijereteadas incluidos).

Cuando su marido se fue, ella le gritó que el infierno lo encontraría aquí, en su vida terrenal, que se le caería el pelo —y todo lo que se pudiera caer—, que engordaría como un sapo y que el SRI lo perseguiría hasta el fin de sus días.

Yo no sé si mi amiga tiene razón con su teoría del infierno en la tierra, pero en vista de que ayer me encontré con su ex y lo vi pelado, obeso y vistiendo camiseta promocional de Lubricantes Don Lucho; pensé que quizá hay algo de cierto en sus palabras. 

Yo he vivido algunas torturas infernales y por ende espero que muchas de mis faltas ya hayan sido purgadas. Mi memoria me conduce a la vida escolar, de seguro este es uno de los lugares donde padecimos de las quemazones del infierno, por ejemplo: s i en el colegio usted debió aprenderse todos los elementos de la Tabla periódica (desde el actinio hasta el zirconio) o si a los diez años debió memorizar en orden cronológico los presidentes de nuestra vida republicana (Juan José Flores, Vicente Rocafuerte,  Vicente Ramón Roca, Manuel de Ascázubi, etc.), y si además sufrió en las conjugaciones verbales del pretérito pluscuamperfecto y pretérito indefinido, de seguro ha pagado sus faltas más graves.

Pero la escuela no es el único lugar, el infierno ha tenido sucursales inolvidables: si usted alguna vez experimentó la presencia del torno dental, ese pequeño taladro del demonio, con un sonido agudo, que perforaba tanto el nervio de la muela como el tímpano, y nos hacía ver estrellas ¡eso debería darle un bonus del 50% por sus faltas pasadas y futuras! Ir al dentista era, hace años,  adentrarse en una caverna de torturas inimaginables.

Otra versión del infierno la conocí cuando una vez pagué por 5 sesiones de masajes reductivos. Ingenua que soy, supuse que me esperaban momentos relajantes que, además, me ayudarían a perder peso. ¡Pero no! Durante 45 minutos una masajista con falsa apariencia de bondad pellizcó, molió, retorció y machacó cada centímetro de mi piel. Cuando terminé la sesión había perdido medio kilo... de lágrimas y de cabello.
 
Si el infierno está aquí mismo, lo hemos conocido en cada depilación con cera, en cada par de medias nylon que nos ha rebanado las ingles o cada vez que el plomero ha pronunciado en nuestra cocina inundada la frase “hay que picar”. El infierno ha estado ahí cada vez que  hemos tenido que usar un baño público o cuando nos ha tocado ser miembros de mesa electoral.

Pero sin duda, la situación cotidiana que mejor representa al infierno se llama: trámite. De hecho “eternidad” es una palabra que no se inventó para definir la vida que nos espera después de la muerte, sino el tiempo que nos toma hacer un trámite en el municipio. 

Trámites interminables que nos aniquilan desde el primer paso cuando somos obligados a llevar una foto carnet en la que todos lucimos más feos, más viejos, más gordos y más tontos. Después, cuando logramos el papelito que dice “Turno 639” y preguntamos en qué número van, otros seres asfixiados por el olor a azufre en la sala de espera, nos señalan una pantalla que dice “Atendiendo al número 12”. Trámites en los que siempre nos falta un papel, una firma, una copia o un sello. 

Yo no sé si mis faltas han sido veniales o graves, pero sí sé que después de todos los trámites que me ha tocado hacer en la vida definitivamente iré al cielo.


Por María Fernanda Heredia
Escritora ecuatoriana


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