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Columnista A ras del suelo Los niños son felices con miguitas, pelotas, tapas, cajitas, no necesitan juguetes sofisticados, requieren de libertad y alguien que tenga ganas de acompañarlos en el trayecto de descubrir las cosas por primera vez…


A ras del suelo

Cuando acababan las clases en el colegio y salía a tomar el autobús escolar que me llevaría a casa, iba contando los palitos de helados de agua que encontraba en el piso.  El señor Víctor, un gordito amable y al que le faltaban algunos dientes, era el que los vendía.  Los que más éxito tenían eran los de dos sabores que combinaban el chocolate con  la leche o la naranja con el limón.  Contaba los palitos y adivinaba su sabor, esta costumbre tenía un efecto tranquilizador, pues en mi interior palpitaba una angustia de perder el transporte y no llegar a casa nunca más.  Iba contando los números que estaban pintados sobre el piso de cemento donde se estacionaba el vehículo.  Cuando me acercaba me invadía una sensación extraña de triunfo, no me iba a extraviar.   

Me gusta ver el horizonte, las copas de los árboles, los nidos de los pájaros, sentir la suavidad de las hojas nuevas que crecen.  Con el tiempo fui perdiendo la vista, me pusieron lentes, pero con una rapidez increíble la medida ya no era suficiente para poder ver.  De repente me acostumbré a ver borroso y distorsionado el mundo. El césped ya no se delineaba ante mis ojos, cuando un chico guapo pasaba mis amigas me decían: “mira, mira, mira” y yo tenía que sacar de la mochila mis lentes para apreciar el paisaje y claro, hasta eso ya se había esfumado. Me diagnosticaron queratocono, una deformidad en las córneas que solo se corrige utilizando lentes de contacto duros, los anteojos no sirven al 100%.  Desde ese momento y sin estar muy consciente, comencé a mirar al suelo, no era un reto fácil adaptar en mis ojos un plástico rígido por 12 horas al día, ver de frente con un cuerpo extraño era un problema.   Cualquier pelusa que entrara se convertía en una tortura difícil de explicar, solo los que viven la experiencia lo entenderán. Agujas en los ojos, creo que esa es la sensación de dolor.  Mirar hacia abajo es la medida que tomé para defenderme del ambiente seco y polvoriento de Quito.   

Sé de memoria cuántos escalones hay en la emisora en la que trabajo, cada día miro la hierba seca que rodea el estacionamiento al que acudo.  Veo el polvo de mis zapatos, el taco gastado, siempre desde la perspectiva de arriba abajo. Pero ahora tengo una nueva forma de mirar el piso, desde que empezó a gatear mi hija, palpo el planeta a ras.  Nunca imaginé cuánta vida hay en el suelo. Existen bichitos que se pasean felices, hay grillos que brincan y sorprenden y las arañas, algunas peludas, saltarinas y otras largas buscan escondites perfectos para salir en el instante preciso y asustar a grandotes de dos patas y pertenecientes a la raza humana.  Las hojas de las plantas pueden lucir inofensivas sobre la superficie hasta que caen en las manos de un bebé de un año y se atora.  No hay cosa más desesperante que ver a tu hija haciendo malabares para que lo que entró por la boca salga.  Uñas largas ya no, esmalte tampoco, desinfección constante de las manos y alerta las 24 horas para socorrer a la pequeña traviesa que investiga el mundo por la boca. 

Hoy el suelo es mi entorno habitual, juguetes, comida, pelotas, cubiertos caen todo el tiempo.  El juego es: mi hija toma un objeto e inmediatamente lo arroja para escuchar el ruido, ver dónde  y cómo cayó y así repetir el proceso infinidad de veces.  Su pasión actual es ver caer los libros de la estantería, en otras épocas clasificaba los textos por autores y en orden alfabético, todo en el debido lugar.  Ahora mi pequeña toma en sus manos distintos tópicos, hace una semana viraba las páginas de una biografía de Hitler, luego pasó a la de Eva Braun, la mujer del Führer, hoy vi que estaba doblando la portada de un libro de Rosa Montero, “Instrucciones para salvar el mundo” y cuando se lo quité, se fue a uno de Anthony de Mello.   

Tengo un dolor de espalda discreto, soy joven pero no tengo la vitalidad de una chica de 20 años.  Hay algo fascinante en toda esta aventura y es que he descubierto que cuando somos niños queremos alcanzarlo todo, aun cuando el entorno se vea gigante y lejano.  ¿Nacerá en esta primera etapa de la vida, las ansias de desear eso que es inalcanzable?  Los infantes son felices con miguitas, pelotas, tapas, cajitas, no necesitan juguetes sofisticados, requieren de libertad y alguien que tenga ganas de acompañarlos en el trayecto de descubrir las cosas por primera vez a ras del suelo.


Por Michelle Oquendo SAnchez
Periodista ecuatoriana @desdemivision

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